jueves, 3 de febrero de 2022

¿Qué significa más posgrados para más docentes?

 Por Juan F. Muñoz

En los debates presidenciales han venido surgiendo temáticas como la educación. A este respecto, las propuestas de Sergio Fajardo y Gustavo Petro han girado en torno a promover la formación posgradual de docentes de colegios públicos. Fajardo en particular ha planteado garantizar maestrías a 450 mil docentes del ministerio público, en todos los niveles y áreas de formación.

Esta columna intenta debatir lo que a simple vista parece una propuesta sensata y de lo más justa, pero que podría de hecho implicar cierto grado de populismo. En la casa de quiénes tal vez fungen de ser los más correctos e inmaculados, las propuestas podrían deslucir, más que en sus buenas intenciones, en sus capacidades reales y programáticas para generar mayor bienestar colectivo.

En un estudio inicial hecho por Alejandro Gaviria y Jorge Barrientos de 2001 en una muestra de resultados en pruebas ICFES en Bogotá, los autores encontraron que el nivel de formación de los docentes no se asocia con la calidad de la educación pública de una manera concluyente. De hecho, probaron más bien que la calidad de la educación pueda estar asociada con un problema de incentivos en cómo debe ser la relación entre docentes, estudiantes y directivas, principalmente en las prácticas pedagógicas. En un estudio posterior de 2012, Leonardo Bonilla y Luis Galvis encontraron que la mayor profesionalización docente empezó a tener un efecto positivo, pero considerablemente bajo, y de hecho limitado solo a las áreas de matemáticas y lenguaje, principalmente la primera. Finalmente, en un estudio a este respecto hecho en 2018, la investigadora María Milagros encontró un impacto dado el aumento del grado de profesionalización docente, pero no lo suficientemente robusto a nivel general cuando no logró probar que un porcentaje importante de docentes con títulos de posgrado (25%) lograran efectivamente impactar en el rendimiento de estudiantes de bachillerato. De hecho, encontrando además un constante bajo impacto de los docentes posgraduados en los estudiantes de primaria.

Las implicaciones de esta discusión no son menores. La propuesta de Fajardo de hecho sobre estima la cantidad de docentes oficiales que hay, porque plantea unos 450 mil, cuando hay 328.899 (MinEducación, 2021), y el 53% de ellos ya con título de posgrado. No obstante, quisiera insistir, aunque la discusión está abierta, la evidencia prueba que la relación entre posgraduar a docentes de colegios públicos y mejorar el desempeño en pruebas estandarizadas y en medidas de rendimiento se debate entre ser nula y baja. Y en los casos de una relación específica exitosa para tal caso, se limita primero por áreas, principalmente las matemáticas; segundo por cursos, solo siendo más probable en los últimos cursos y no en la primaria; y tercero posiblemente acompañándose de otros factores, como los incentivos para buenas pedagogías, y relaciones cercanas y responsables entre docentes, estudiantes y directivas.

Si aprobamos este tipo de políticas públicas propuestas sin estos detallados análisis, podríamos estar destinando alrededor de 1,8 billones o más de pesos en costo salarial anual sin justificación, como expresó la profesora Tatiana Andia vía Twitter. Los colegios públicos requieren con urgencia incrementos salariales para sus docentes con educación media y universitaria de pregrado, aumento de planta docente, mejoras en infraestructura, y más calidad en las relaciones organizacionales y en el cumplimiento obligatorio de créditos de asignaturas y currículums acreditados.

Finalmente, y para ser justos, es de recordar que Fajardo destinó como alcalde y gobernador importantes inversiones en educación, mejorando en su momento índices de calidad y bajando deserción en Medellín principalmente. No obstante, desde el año 2015 los índices bajaron y la medición del impacto de las políticas que implementó para posgraduar a docentes no tuvo evidencia posterior.

 Nota: Esta columna no logró ser publicada en la sección de Lectores del Espectador. 

jueves, 18 de marzo de 2021

Formarse en psicología

 

Hay historias que uno ha vivido, que se siente persiguen durante años; no es claro si su peso o su malestar son en algo objetivos, o por completo maquinaciones de la propia mente. Hace alrededor de trece años pasé por una experiencia de este tipo, que sigo sin resolver. Una encrucijada por la que recuerdo no haber tomado ningún camino.

Cuando ya con veinticinco años decidí ir a estudiar maestría en psicología en Bogotá, viví lo que considero es una muestra de los problemas, no solo de la formación posgradual, sino en general de toda la carrera. La vida académica se me mostró por lo que suele ser, y no lo que yo soñaba que era; resultó ser una ruta que recorres habitualmente por los motivos errados. Una enajenación del pensamiento propio; una servidumbre a los egos heridos y acomplejados de algunos profesores.

Llegué a la Unal, la principal universidad pública del país. Seguramente con aspectos por mejorar de mi formación, pero motivado a entregarlo todo. No obstante, mi sorpresa no fue menor. Quise cursar una maestría en la Psicología del Trabajo, después de tener mi primera experiencia laboral y sentir que había mucho que hacer por las instituciones del Estado. Pero para mi sorpresa, mi tutor me consideraba menos que una opción viable, por no ser adepto a las teorías de Marx. Una de las primeras tareas que me asignó consistió en convencerme de la explotación que seguramente sufría la empleada del servicio doméstico donde yo residía. No sabía cómo procesar eso, pero lo sentía como una forma de acoso ideológico. El estilo era categórico; o estás dentro de esta forma de pensar, o no lo estás. No existían los matices ni los problemas complejos, solo la adición a una ideología. Fue una de las peores experiencias que he tenido, de ver morir frente a mí cualquier posibilidad de hacer la psicología y la ciencia social que se esfuerzan por superar sus propios sesgos. No podía comprender, qué tenían que ver esos discursos y esas posturas con recientes intereses míos en la perspectiva de las ciencias sociales de Jon Elster y el Neoinstitucionalismo, con las ideas de Douglas North, o con la psicología social de León Festinger o Hans Eysenck, psicólogos que siempre han tenido toda mi admiración. Me sentí pequeño, diminuto, en medio de la nada de la superchería académica, en extremo ideologizada; perdido en un laberinto kafkiano.

Opté por cambiar de línea y de tutor. Pero la Unal no ofrecía en ese momento ninguna orientación. El posgrado se parecía más al salvaje oeste, donde cada quién sobrevive por pertenecer a una tribu académica o sentirse bendecido por recibir el beneplácito de alguno de estos profesores, que deliran entre el nepotismo y la magnificencia; personas llamadas vacas sagradas en el mundo real, lejos de esa diminuta e insignificante influencia, a la que uno paradójicamente entrega su vida y sus esperanzas cuando entra a un posgrado con alguno de estos personajes como director de tesis. Empero, mi frustración siguió creciendo. Por casualidades, solo conocí realmente la posibilidad ofrecida por otro profesor que hacía parte en el momento de esta línea en psicología experimental. Cómo describirlo; si el anterior era un marxista-leninista que se prohibía a sí mismo tomar Coca-cola y comprar ropa de marca, y exigía de sus maestrantes la misma clase de convicciones, este no era tan diferente realmente. Era un profesor que consideraba normal gritar a sus estudiantes si no los veía siquiera mínimamente tan profundos y elocuentes como él en las disquisiciones filosóficas y experimentales del post-skinnerismo ribesiano; en fin, para traducir a los lectores, en teorías psicológicas de lo más excéntricas, que a nadie realmente interesan, ni han tenido impacto probado alguno, más que dentro de algunos periféricos centros académicos como estos, que sirven bien como nichos ecológicos seguros de especies realmente en vía de extinción.

Esta experiencia en la Unal me enseñó que el dogmatismo puede ser tanto de izquierda y socialista, como puede estar presente en áreas que considero mucho más abiertas a la discusión y a la profundidad en psicología, como lo es la experimentación. Lamentablemente, todo depende de quién imparte los cursos y guía las tesis, y no hay salvaguarda para las áreas del conocimiento de mayor valor. Seguramente mi experiencia es una visión parcializada de lo que sucedía en esta universidad. Pero fue la que tuve, y me impactó e impresionó profundamente. Yo venía de una periferia aún más periférica y alejada de todo, que esta reproducción de la Laputa de Johnathan Swift que me encontré, financiada con los miles de millones de presupuesto de la Nación.

Por la desesperación que sentía, con esos inútiles sentimientos de culpabilidad y minusvalía que me invadían, decidí cambiar de universidad, y me fui a una privada, con el apoyo de mis padres. Hasta años después comprendí que lo que me sucedió no era mi culpa, sino de hecho me ocurrió porque me es imposible apagar ese pensamiento propio que cuestiona las cosas frente a mí. El problema real, es que no había encontrado ningún apoyo real y genuino a mis profundos intereses en la psicología y las ciencias sociales. Y es que es más duro aceptar que uno está completamente solo en una empresa o deseo; es más fácil culpabilizarse. Pero la nueva experiencia también fue difícil. Si en la Unal la cosa era no encajar en las creencias narcisistas de dos profesores, en la privada fue tener problemas por no hacer uso del corte de cabello adecuado, y por verme visiblemente deprimido por toda mi circunstancia, sentida como inevitablemente trágica. La verdad, sentí todo esto como un paseo dantesco por las profundidades de este pequeño pero maniqueo mundo que ha construido una academia en psicología. Todos sabemos, son problemas generalizados, y de todo el mundo. Pero cómo duelen cuando los experimentas de primera fuente, y nadie sabe explicarte lo que años después ves claramente. Y es que es un sistema donde lo que piensan las personas no interesa ni importa. Tampoco, el valor de todas estas prácticas por fuera de las publicaciones indexadas o los egos académicos. Muchos estudiantes, de pregrado y posgrado, creo principalmente de las ciencias sociales, saben que este es realmente un mundo de jerarquías y no de ideas. Al fin y al cabo, somos primates.

Con los años, siento que algo que me ayudó a superar estos sentimientos de inutilidad y desesperanza que me exacerbó esta experiencia, fue ser profesor de psicología. Desde entonces ha sido mi intención no hacer vivir a mis estudiantes todo esto por lo que yo pasé. Buscar el sentido, más que las formas; liberarlos de mi influencia cada vez que pongo en duda lo que yo mismo creo; invitarlos a tomar riesgos con sus propias ideas. Estas son las cosas que me han liberado de mis pesares y de mi neurosis. No publicar en revistas indexadas, ni lograr un título. Esos son logros mediocres realmente, que consuelan a los que están en la academia solo por aparentar algo. No obstante, sigo en este medio, y confieso me sigue afectando. Lo veo en profesores desesperados por publicar, por ser “doctores”, y por encajar en el engranaje y la inercia.

Si algo lamento, más allá de mi experiencia, son las pequeñas tragedias que se suman a la mía. Tantas personas que entran a la carrera de psicología y luego desean posgraduarse, que lo hacen por motivos genuinos. Pero que luego se dan cuenta que no hay cabida para el pensamiento propio, ni para la libertad de expresión. Las academias que conozco, yo las veo más como territorios de rectitud política. Todos hacen y dicen lo que saben que hay que hacer y decir para ganar un juego. Es pura razón instrumental; toma de decisiones en contextos de certidumbre. Y al ser así, son finalmente territorios cada vez más áridos para el pensamiento fértil. Lugares cada vez más aislados y solitarios para alguien que piensa de manera independiente. Formarse en psicología y en ciencias sociales, lo confieso, parece ser más una lucha contra los fracasos de la acción colectiva. No hay propósitos comunes, ni diálogos. Solo pequeñas tribus que exigen absoluta fidelidad ideológica y pragmática, para sobrevivir a un ambiente considerablemente hostil con la libertad de pensamiento.

 

 

 

miércoles, 20 de enero de 2021

Lo que nos merecemos

 

    Como ha pasado en siglos anteriores, una pandemia ha cambiado otra vez al mundo. El sistema educativo es tal vez uno de los más afectados por esta nueva realidad. Las pequeñas pero inmensas dichas de encontrarse con otros y convivir en clases y diversas actividades, quedaron paralizadas. Y la inercia de una educación industrializada al extremo se vio sorprendentemente interrumpida, para ser reemplazada por los esfuerzos de una educación remota.

                Trabajo en una universidad pública y enseño una ciencia social, la Psicología. En este contexto, la pandemia ha revivido un teatro ya conocido: Las en ocasiones justificables demandas por invertir más en educación pública, lamentablemente acompañadas de estrategias que paralizan incluso la protesta y la reflexión, los conocidos Paros; nadie eligió estar en lo que los psicólogos llamamos un contexto de decisiones inciertas, pero en eso seguimos, mientras se decide la compleja teoría de juegos en que consiste la distribución de vacunas. Y en tanto se resuelve el destino de este año 2021, quisiera resaltar que donde trabajo muchos han optado por decisiones simplistas y apresuradas, ante este contexto de incertidumbre. Se han realizado Paros en momentos que requieren coordinación extrema y un trabajo que una a todos los estamentos universitarios, con soluciones razonables. Pero muchos han optado por la parálisis sin sentido, dada en obstaculizar las gestiones y hacer un gasto irresponsable del presupuesto.

                El último Paro trató sobre cancelar clases cuando estamos atrasados en la realización de más de un semestre académico. Y es que hay quienes, obcecadamente, exigen que la Universidad Pública sea por completo un Estado del Bienestar, sin siquiera considerar que cualquier subsidio o beneficio público cuesta tanto o más que cualquier valor real o especulativo que exista en el mercado.  Los reclamos por mejorar la cobertura, la infraestructura y la calidad de las universidades públicas son justificables, sobre todo en un país con apenas treinta y dos de estas, y tal vez solo doce donde se investiga y se logra acoger a decenas de miles de jóvenes colombianos. No obstante, muchos no caen en cuenta de la contradicción dada en hacer detrimento de la inversión estatal dada en montos por universidad pública, que llegan a más de los trescientos mil millones de pesos anuales, de los cuales tal vez entre el 60 y el 70 por cierto de los mismos son transferencias directas de la Nación. Es decir, dinero de los más de cincuenta millones de colombianos, más que dineros de la universidad, sus directivos o sus empleados. La cultura dada en generar constantemente paros, con pérdidas de miles o decenas de miles de millones semanales, provenientes de la Nación, es curiosamente paradójica: Se exigen cambios, paralizando cualquier mecanismo viable para sus realizaciones. Y más en tiempos de pandemia, cuando las inversiones requeridas en bioseguridad, ajustes en infraestructura e inversión informática quedan inviables y aplazadas, por cuenta de solo sumar pérdidas, y no capital de decisiones y soluciones posibles. Exigen esfuerzos sobresalientes, pero imponen circunstancias incapacitantes.

                Tal vez una cuestión poco debatida sobre las circunstancias de las universidades públicas reside en cómo solventan las contradicciones de la meritocracia y sus aparentes conquistas. De poblaciones de millones de jóvenes, cada universidad pública solo logra matricular a bajos porcentajes entre el 7 y el 9 por ciento. La universidad pública es financiada en su mayor parte, por quienes no solo no pueden ingresar a esta, sino también por sus familiares y conocidos que en mayor medida, tampoco lo lograron. Si bien el sistema público logra equidad social al matricular en mayor medida a personas de los estratos 1 y 2, en proporción son tan pocas personas de la población total, que el beneficio social resulta un tanto marginal. Y si bien la escasa cobertura es una responsabilidad histórica del Estado y los subsecuentes gobiernos, la solución dista de estos mecanismos de presión con acciones de hecho. El Estado del Bienestar se corrompe fácilmente cuando sus beneficiarios se convencen de sus merecimientos y dejan de considerar que más allá del mérito, sus logros por tales beneficios también hacen parte del azar y la probabilidad dada en repartir recursos tan escasos.

                Hasta el momento, le hemos hecho perder al dinero público de todos, lo que podrían ser ciento de miles de millones. Y tampoco hemos exigido, presionado o solicitado de forma clara alguna, cuáles serían los cambios o reformas requeridos, sin solucionar tampoco las necesidades de los millones de jóvenes excluidos de estas universidades. Las mesas de concertación y los alegatos histriónicos nunca han solucionado problemas de fondo, y posiblemente, nunca lo harán. Solo aumentan nuestra deuda con la sociedad. La inercia de nuestras instituciones públicas combina los deseos más subjetivos, con el realismo trágico de quienes renuncian a las verdaderas reformas; una mezcla de romanticismos e idealismos rabiosos e inmaduros, con pesimismos y sentimientos lacónicos que se rinden tan fácilmente a los impulsos del caos y la estupidez colectivas. La aversión a las reformas moderadas y continuas viene de quienes insisten, sin experiencia y sin honestidad intelectual, en arengar por soluciones radicales y categóricas, que no saben cómo llevar a cabo, y tampoco podrían demostrar en términos prácticos y realizables. 

                Hace unos años, la universidad donde trabajo cambió a la estratificación de matrículas, por presiones para solventar la desigualdad social. Ahora, estudiantes de estratos 1 y 2 pagarían menos, y de estratos de tres en adelante más, algo que sería equitativo y lograría el equilibrio social, tan solo si tuviéramos un sistema de estratificación medianamente bien hecho, y no completamente alterado por los juegos politiqueros que alteraron la distribución de integrantes del régimen subsidiado. Así, vemos estos deseos justicieros de igualdad social, envilecidos por la costumbre de ni siquiera estudiar el contexto y lo que realmente implican las reformas necesarias, que son los acuerdos moderados y razonables. Ahora, la queja dada por muchos, es que la iniciativa de los senadores alternativos, por Matrícula Cero para los estratos 1 y 2 en las universidades públicas, resulta inmoral, porque debería ser para todos los estratificados. De forma demagógica dirán que quieren Matrícula Cero Universal. Tal postura ni siquiera tiene sentido en un marco de socialismo o marxismo, un punto de vista que resaltaría que personas de mayores estratos estarían en la obligación de soportar la inevitable desfinanciación de estas universidades públicas, que están también obligadas a obtener entre un 40 y 30 por ciento de propios recursos para poder seguir funcionando. Pero a la demagogia no le interesa la realidad. Algunos casos pueden estar erradamente en el estrato tres, pero son miles los que podrían pagar montos de matrícula entre los 500 mil y los dos millones de pesos, y lo harían apoyando al sistema público, que los demagogos dicen falazmente defender. 

                Bueno, para algunos, lo que merecen los realmente pocos estudiantes que logran pasar al sistema de universidades públicas, es un absoluto Estado del Bienestar, que no cumpla con ninguna obligación contractual o moral con la población general, ni con la realidad de escasez de recursos, un principio básico para quienes sí se preocupan genuinamente por los problemas sociales. Y lo que merecemos todos, incluso en tiempos de pandemia, no son soluciones razonables y medidas a contextos de incertidumbre y probabilidades aún desconocidas, sino atajos mentales, sesgos e indignaciones desgastadas e inútiles, elaborados con el menor esfuerzo y con la inercia.

                Pero, es de resaltar, que nadie merece realmente nada. La molécula casi primigenia que es el SARS-COV-2 no opera con intenciones o juicios morales. Tampoco la inevitable escasez de recursos como la salud y la educación. Y si bien, en esos caprichosos ejercicios contrafactuales que todos hacemos con tan mediocre facilidad, nos es sencillo decir en qué se equivocaron el Estado y los gobiernos, realmente la complejidad de un mundo natural y social, nos une fácilmente no solo en la inercia, cuando las cosas salen como siempre, sino también en el caos y en la desesperación, cuando una simple molécula nos demuestra la inutilidad de nuestros juicios más moralistas y demagogos. Así que, poco o nada merecemos, y mucho es lo que tenemos que hacer para afrontar esta crisis.  Y la parálisis de los Paros y la presión irracional de las acciones de hecho, son lo último en moralidad y en altruismo que podríamos realmente desear en estos tiempos. 

 

jueves, 26 de marzo de 2020

Sin certezas



“Oh, si tan solo pudiera conocer el asunto del fin de este día”, decía Julio César, en la tragedia escrita por William Shakespeare, que lleva el mismo nombre del emperador romano. Las profecías nunca han sido el fuerte de la humanidad; los profetas, han estado reservados para la ficción y la fantasía.

Nunca imaginé vivir tiempos de pandemia. Para mí, la historia de la peste negra, siempre pareció una reliquia del pasado. Nunca creí que llegaría en mi tiempo de vida algo como esto,  a traumatizarlo todo. No obstante, aquí estamos, tratando de desafiar al destino, ese que cobró la vida de lo que se cree fueron entre 20 y 30 millones de personas hace un siglo, en la última gran pandemia, la mal llamada gripe española.

La vida es frágil. A pesar de la inmensidad de todas nuestras aspiraciones y deseos, todos ellos simplemente habitan en un cuerpo que agitado respira alrededor de ocho mil veces al día. Una cadena de reacciones bioquímicas que funcionan por sí solas mantiene la ilusión de una existencia que se define por exigirse y exigir a otros, muchas veces con la obcecación que reside en nuestras creencias, en nuestros modelos mentales.

Soy profesor de psicología; mi labor reside en el teatro de las imaginaciones y las subjetividades. Pero nunca antes había sentido, con tanta urgencia, que es necesario reconocer que esta vida que tengo, que considero privilegiada en poder enseñar y elucubrar sobre asuntos de la mente y las emociones, es solo un eslabón más, un punto más, una molécula más, en medio del entramado colectivo y social que nos une sin percatarnos. Y doy gracias al infortunio por ello, a la pandemia, incluso, a la pesadilla de imaginar posibles desenlaces de angustia.

Pero mi intención con este corto escrito, es compartir mi preocupación dada, en vernos afectados por la incertidumbre que vivimos, a tal grado, que apelamos a la irrealidad de querer vivir en los tiempos previos a este hecho traumático y tajante que es el COVID 19.  Y es que, para nosotros sobresalen las soluciones imperfectas de la virtualidad de las clases. Tampoco nos abandona el desacierto de no saber relacionarnos, si no es con las pruebas fehacientes de ver, en vivo y en directo, recibir lo que se nos ha prometido; como un personaje de literatura griega, nos aferramos a la invisibilidad de nuestra tragedia, distrayéndonos en nuestros propios reclamos, hasta maximizarlos tanto, que obviamos ese entramado colectivo, en el cual se dibujan las vulnerabilidades que nos conectan a todos.

Demos gracias a nuestros médicos por estar en la primera línea de guerra. No obstante, quienes no cargamos con tan grande responsabilidad, si nos recae la obligación de enfrentar el peligro de la crisis social y económica en ciernes. Así como para un médico no hay certeza absoluta de cura para su paciente, así para nosotros, no hay certeza absoluta en estos tiempos, de poder cumplir a cabalidad con nuestros deseos y los de otros: los de nuestros estudiantes, nuestros compañeros, nuestros consultantes, todos quienes nos rodean. Pero, no hay que asustarse con truenos antes de ver relámpagos. Nuestra incapacidad para controlar y predecir los eventos, es solo un detalle, un olvidado resquicio de una evolución siempre imperfecta. A cambio, tenemos la virtud de la cooperación humana, para pensar en las consecuencias de nuestras propias decisiones, en las vidas de otros; también, contamos con un potencial para compartir información valiosa y con sentido, motivados por lo que importa, lo inherente, el deseo por el verdadero conocimiento. No interesan realmente, palabras siempre abstractas, dichas con toda clase de conveniencias, prejuicios y obsesiones; palabras como evaluación o calidad. El verdadero aprendizaje es el que nos obliga a responder ante lo inesperado; la ignorancia, es insistir en lo que siempre hemos creído y siempre hemos hecho. 

La humanidad significa cooperación, y un desequilibrio en la inercia del mundo, vuelve y nos pone a prueba.
Gracias por escuchar estas palabras, aunque no haya certezas.


martes, 31 de octubre de 2017

Convencidos de la corrupción


Decir que Colombia es un país sumido a un sistema político corrupto, es indiscutible. No recuerdo otro país donde la compra y venta de los más cuantiosos recursos del Estado, pueda verse de la misma forma tanto en las ramas legislativas, como en la judicial. Sin mencionar el uso del Ejecutivo para comprar votos y lealtades políticas en cada contienda electoral, que definen, para nuestro mal, los contratos más significativos de un país tan pobre en el sector privado, que quien realmente es un millonario, es uno de menor clase, sin imaginación y politiquero, como lo es Luis Carlos Sarmiento.
No obstante, decir que la corrupción es eso que hacen “los poderosos”, no solo resulta en una frase odiosa por su simplicidad y ramplonería, sino también por ser imprecisa. Cuando un Senador de la República negocia con apoyar a su clientela política con leyes y decretos de su propio beneficio, no lo hace solo, no por la exclusiva fuerza de voluntad de sus propios empeños personales y morales. La corrupción es un sistema sofisticado de captación de los dineros del Estado, que existe simple y sencillamente, porque la mayor parte de la población colombiana no sabe y no le han enseñado cómo hacerse de fortuna y de una carrera profesional viable, si no es con la ayuda de los contratos y los nombramientos del Papá Estado. Las razones de esto, son amplias e históricas: La desigualdad económica y social vivida por más del 70% de este país, hasta los equívocos de políticas industriales, comerciales y educativas con más de 100 años, dedicadas a importar humo. Como humo fueron las políticas excesivamente proteccionistas que llevaron a Estados del Bienestar a ser inviables social y económicamente; como humo también fueron las políticas centradas en regular el precio de las monedas, más que el recaudo fiscal de una sociedad; como Reagan hablando de prosperidad mientras se desvanecía el sueño americano, o Fidel Castro hablando de la dignidad socialista, mientras postraba la de sus propios súbditos a los caprichos de la dictadura.

Pero, los problemas de una sociedad no pueden explicarse solamente en el nivel económico. Una ideología, no solo política, sino también social, parece haberse expandido en estos territorios que conocemos tan bien. Colombia es una sociedad donde las personas tienen dudas para cooperar con extraños. Desde la dificultad cotidiana para ser amables en el saludo y la atención en la calle, pasando por la costumbre de invertir en propiedades compradas a nombres de terceros para evitar pagos de renta adicionales, hasta la constante necesidad vivida por tantos colombianos en invertir en empresas constructoras, industriales y políticas con las cuales se negocia la captación de los dineros gruesos del Estado, sea por su sustracción directa, o por la evasión de impuestos buscada con ahínco por estos “empresarios”, “buenos hombres”, o como les dice el innombrable, el cizañero, “estos buenos muchachos”.

No obstante, esta ideología parece extenderse hasta el ciudadano de pie. Ese que se sabe de clase media, sin poder político o económico alguno. Más bien, afanado por las angustias del desempleo y la compra de vivienda propia. El profesor universitario que no sabe si lo contratarán el próximo semestre; el comerciante que sobrevive con su microempresa; el abogado litigante que se hace lo del mes al tramitar divorcios y herencias de familias como la de él; el ingeniero que hace rendir cada contratico anual de algunos millones, también gracias a esos políticos que lo único honesto que logran es darle trabajo de vez en cuando.

Y el lío es ese. Desde el más “poderoso”, hasta el más humilde, en Colombia la corrupción más que un titular escandaloso del amarillista noticiero de medio día, es realmente un sistema social, fortalecido económicamente, pero fundamentado ideológicamente. Tanto así, que las preferencias políticas de más del 50% del país, que apoya al que diga Álvaro Uribe Vélez, demuestran que a muchos no les interesa confiar en distribuir los recursos sociales y económicos entre todos los colombianos. Uribe causó algunas de las pérdidas sociales y económicas más escandalosas de nuestra historia. No obstante, más de la mitad del país celebra su beligerancia contra los crímenes de las Farc, mientras eligen selectivamente obviar su naturaleza despreocupada, casi saboteadora, del valor de los bienes públicos y democráticos. De hecho, decidieron en 2010 que el director del Ejecutivo fuera “el que dice Uribe”. Y ahora, como energúmenos rabiosos e indignados por su propia ignorancia, siguen gritando lo mismo.

Pero en la cotidianidad, está ese profesor de universidad pública que le dice a sus estudiantes que hagan huelga para ver si en medio de río revuelto, le pagan más para extender sus clases por tanta clase perdida; también está el empleado que ahorra durante años algunos millones, para comprar esa casa suntuosa a las afueras de la ciudad, con la cual no debe pagar un catastro tan caro, ni servicios considerables en su precio, buscando siempre tributar menos, pero esperando rentar más, soñando con convertir casi por arte de magia los 60 millones que le costó la construcción, en 150 milloncitos por los menos, “maestro”; también, el prestigioso abogado, que dedica el trabajo de su prestante firma a ganar demandas contra el Estado, mientras habla de la dignidad de sus casos, pero no aporta realmente nada a los beneficios colectivos de esas poblaciones que dice defender.

No es fácil ver lo que realmente es la corrupción. Pero si algo no es, es eso que “hacen los políticos”. La corrupción existe en todo convencimiento de ser merecedor de algo, viviendo en una sociedad llena de injusticias y desequilibrios. La corrupción es entonces tan ubicua y fácil de ver, que también es eso que todos preferimos decir que está lejos de nosotros. Solo allá, en el congreso; o en las cortes; o en las campañas políticas; pero no en mi casa, no en mi familia, nunca en mí.  


domingo, 10 de septiembre de 2017

Un teatro primitivo

Ninguna creencia religiosa es humilde, simplemente porque se basa en engrandecer al ego. Si Dios es infinito y todopoderoso, y yo lo siento y creo en él, así sea para ser su súbdito, sirviente o seguidor, entonces yo soy algo más que lo que atañe a mi realidad. Yo aspiro, desde las sombra de ese ser infinito, a ser lo que no soy: inmortal, omnipotente, todopoderoso, imperturbable y sabio. El camino fácil es entregarse sin dificultad, y sin remordimiento moral alguno, a ese instinto que es la espiritualidad. Por eso la humildad de Francisco es un personaje, un rol, que se acomoda a las proporciones modernas de este teatro social que es la espiritualidad. Cuando un creyente está rabioso y fuera de sí reclamando que nadie hable de los actores y de sus personajes, es cuando tal vez veamos las cosas tales y como son. Por eso me parece que eso deberíamos hacer, así eso nos aliene un poco de esta obra primitiva, que es el consenso por amar a Dios.

domingo, 2 de octubre de 2016

Recordar

Esto no es una división entre quienes quieren la paz y los que no, cierto. Pero, es el choque inevitable entre dos historias: Una, es sobre querer dar justicia, recordando lo que hicieron los violentos; la otra, es sobre querer estar en paz, perdonando y olvidando.
Como era de esperarse, las personas somos esclavas del recuerdo, de las historias que nos hemos repetido constantemente desde que somos niños. Y es que todo el mundo quiere pensar que su vida es la de los buenos, la de los justos. Pero, el problema, es que los violentos quieren pensar lo mismo, quieren recordar de la misma manera. Y así, estamos en un problema simple: No podemos eliminar a los violentos, porque no somos asesinos. Y tampoco podemos pedirles que se enajenen de sí mismos, porque sus discursos, si los dejan hablar, o sus balas, si no se los permiten, nos recordarán que ellos existen también.
Muchos creen que hoy se hizo justicia, al rechazar el Plebiscito por la paz con las Farc. Esto no es cierto. Hoy solo se reescribieron las mismas historias de siempre. Y como los recuerdos, nunca descansan; de hecho, se fortalecen con la repetición, y se justifican en los hechos, sobre todo ficticios. Así que, hoy será un recuerdo más en mi vida y las suyas, y muchos se sentirán indignados del resultado, o de los reclamos de amigos y parientes. Pero, tengan cuidado con lo que recuerdan, porque en últimas los hará extraños de sí mismos: Hoy Timochenko hablaba de paz, y el 62% de los colombianos decidían aplazar un proceso concreto, por esperar otro que ni siquiera está escrito.