Como ha
pasado en siglos anteriores, una pandemia ha cambiado otra vez al mundo. El
sistema educativo es tal vez uno de los más afectados por esta nueva realidad.
Las pequeñas pero inmensas dichas de encontrarse con otros y convivir en clases
y diversas actividades, quedaron paralizadas. Y la inercia de una educación
industrializada al extremo se vio sorprendentemente interrumpida, para ser
reemplazada por los esfuerzos de una educación remota.
Trabajo en una universidad
pública y enseño una ciencia social, la Psicología. En este contexto, la
pandemia ha revivido un teatro ya conocido: Las en ocasiones justificables
demandas por invertir más en educación pública, lamentablemente acompañadas de
estrategias que paralizan incluso la protesta y la reflexión, los conocidos Paros; nadie eligió estar en lo que los
psicólogos llamamos un contexto de decisiones inciertas, pero en eso seguimos,
mientras se decide la compleja teoría de juegos en que consiste la distribución
de vacunas. Y en tanto se resuelve el destino de este año 2021, quisiera
resaltar que donde trabajo muchos han optado por decisiones simplistas y
apresuradas, ante este contexto de incertidumbre. Se han realizado Paros en
momentos que requieren coordinación extrema y un trabajo que una a todos los estamentos universitarios, con soluciones razonables. Pero muchos han optado por la parálisis sin sentido, dada en obstaculizar las gestiones y hacer un gasto irresponsable del presupuesto.
El último Paro trató sobre
cancelar clases cuando estamos atrasados en la realización de más de un
semestre académico. Y es que hay quienes, obcecadamente, exigen que la
Universidad Pública sea por completo un Estado del Bienestar, sin siquiera
considerar que cualquier subsidio o beneficio público cuesta tanto o más que
cualquier valor real o especulativo que exista en el mercado. Los reclamos por mejorar la cobertura, la
infraestructura y la calidad de las universidades públicas son justificables,
sobre todo en un país con apenas treinta y dos de estas, y tal vez solo doce
donde se investiga y se logra acoger a decenas de miles de jóvenes colombianos.
No obstante, muchos no caen en cuenta de la contradicción dada en hacer detrimento de la
inversión estatal dada en montos por universidad pública, que llegan a más de los
trescientos mil millones de pesos anuales, de los cuales tal vez entre el 60 y
el 70 por cierto de los mismos son transferencias directas de la Nación. Es
decir, dinero de los más de cincuenta millones de colombianos, más que dineros
de la universidad, sus directivos o sus empleados. La cultura dada en generar
constantemente paros, con pérdidas de miles o decenas de miles de millones
semanales, provenientes de la Nación, es curiosamente paradójica: Se exigen
cambios, paralizando cualquier mecanismo viable para sus realizaciones. Y más
en tiempos de pandemia, cuando las inversiones requeridas en bioseguridad,
ajustes en infraestructura e inversión informática quedan inviables y
aplazadas, por cuenta de solo sumar pérdidas, y no capital de decisiones y
soluciones posibles. Exigen esfuerzos sobresalientes, pero imponen circunstancias incapacitantes.
Tal vez una cuestión poco
debatida sobre las circunstancias de las universidades públicas reside en cómo
solventan las contradicciones de la meritocracia y sus aparentes conquistas. De
poblaciones de millones de jóvenes, cada universidad pública solo logra
matricular a bajos porcentajes entre el 7 y el 9 por ciento. La universidad
pública es financiada en su mayor parte, por quienes no solo no pueden ingresar
a esta, sino también por sus familiares y conocidos que en mayor medida,
tampoco lo lograron. Si bien el sistema público logra equidad social al
matricular en mayor medida a personas de los estratos 1 y 2, en proporción son
tan pocas personas de la población total, que el beneficio social resulta un
tanto marginal. Y si bien la escasa cobertura es una responsabilidad histórica
del Estado y los subsecuentes gobiernos, la solución dista de estos mecanismos de presión con acciones de hecho. El Estado del Bienestar
se corrompe fácilmente cuando sus beneficiarios se convencen de sus
merecimientos y dejan de considerar que más allá del mérito, sus logros por
tales beneficios también hacen parte del azar y la probabilidad dada en
repartir recursos tan escasos.
Hasta el momento, le hemos hecho
perder al dinero público de todos, lo que podrían ser ciento de miles de
millones. Y tampoco hemos exigido, presionado o solicitado de forma clara
alguna, cuáles serían los cambios o reformas requeridos, sin solucionar tampoco
las necesidades de los millones de jóvenes excluidos de estas universidades. Las mesas de concertación y los alegatos histriónicos nunca han solucionado problemas de fondo, y posiblemente, nunca lo harán. Solo aumentan nuestra deuda con la sociedad. La
inercia de nuestras instituciones públicas combina los deseos
más subjetivos, con el realismo trágico de quienes renuncian a las verdaderas
reformas; una mezcla de romanticismos e idealismos rabiosos e inmaduros, con
pesimismos y sentimientos lacónicos que se rinden tan fácilmente a los impulsos
del caos y la estupidez colectivas. La aversión a las reformas moderadas y continuas viene de quienes insisten, sin experiencia y sin honestidad intelectual, en arengar por soluciones radicales y categóricas, que no saben cómo llevar a cabo, y tampoco podrían demostrar en términos prácticos y realizables.
Hace unos años, la universidad
donde trabajo cambió a la estratificación de matrículas, por presiones para
solventar la desigualdad social. Ahora, estudiantes de estratos 1 y 2 pagarían
menos, y de estratos de tres en adelante más, algo que sería equitativo y
lograría el equilibrio social, tan solo si tuviéramos un sistema de
estratificación medianamente bien hecho, y no completamente alterado por los
juegos politiqueros que alteraron la distribución de integrantes del régimen
subsidiado. Así, vemos estos deseos justicieros de igualdad social, envilecidos
por la costumbre de ni siquiera estudiar el contexto y lo que realmente implican las reformas necesarias, que son los acuerdos moderados y razonables. Ahora, la queja dada por muchos, es que la iniciativa de los
senadores alternativos, por Matrícula Cero para los estratos 1 y 2 en las
universidades públicas, resulta inmoral, porque debería ser para todos los
estratificados. De forma demagógica dirán que quieren Matrícula Cero Universal. Tal postura ni siquiera tiene sentido en un marco de socialismo
o marxismo, un punto de vista que resaltaría que personas de mayores estratos
estarían en la obligación de soportar la inevitable desfinanciación de estas
universidades públicas, que están también obligadas a obtener entre un 40 y 30 por
ciento de propios recursos para poder seguir funcionando. Pero a la demagogia no le interesa la realidad. Algunos casos pueden estar erradamente en el estrato tres, pero son miles los que podrían pagar montos de matrícula entre los 500 mil y los dos millones de pesos, y lo harían apoyando al sistema público, que los demagogos dicen falazmente defender.
Bueno, para algunos, lo que
merecen los realmente pocos estudiantes que logran pasar al sistema de
universidades públicas, es un absoluto Estado del Bienestar, que no cumpla con
ninguna obligación contractual o moral con la población general, ni con la
realidad de escasez de recursos, un principio básico para quienes sí se
preocupan genuinamente por los problemas sociales. Y lo que merecemos todos,
incluso en tiempos de pandemia, no son soluciones razonables y medidas a
contextos de incertidumbre y probabilidades aún desconocidas, sino atajos
mentales, sesgos e indignaciones desgastadas e inútiles, elaborados con el
menor esfuerzo y con la inercia.
Pero, es de resaltar, que nadie
merece realmente nada. La molécula casi primigenia que es el SARS-COV-2 no
opera con intenciones o juicios morales. Tampoco la inevitable escasez de recursos
como la salud y la educación. Y si bien, en esos caprichosos ejercicios
contrafactuales que todos hacemos con tan mediocre facilidad, nos es sencillo
decir en qué se equivocaron el Estado y los gobiernos, realmente la complejidad
de un mundo natural y social, nos une fácilmente no solo en la inercia, cuando
las cosas salen como siempre, sino también en el caos y en la desesperación,
cuando una simple molécula nos demuestra la inutilidad de nuestros juicios más
moralistas y demagogos. Así que, poco o nada merecemos, y mucho es lo que tenemos que hacer
para afrontar esta crisis. Y la parálisis de los Paros y la presión irracional de las acciones de hecho, son lo último en moralidad y en altruismo que podríamos realmente desear en estos tiempos.