Hay
historias que uno ha vivido, que se siente persiguen durante años; no es claro
si su peso o su malestar son en algo objetivos, o por completo maquinaciones de
la propia mente. Hace alrededor de trece años pasé por una experiencia de este
tipo, que sigo sin resolver. Una encrucijada por la que recuerdo no haber
tomado ningún camino.
Cuando ya
con veinticinco años decidí ir a estudiar maestría en psicología en Bogotá, viví
lo que considero es una muestra de los problemas, no solo de la formación
posgradual, sino en general de toda la carrera. La vida académica se me mostró
por lo que suele ser, y no lo que yo soñaba que era; resultó ser una ruta que
recorres habitualmente por los motivos errados. Una enajenación del pensamiento
propio; una servidumbre a los egos heridos y acomplejados de algunos
profesores.
Llegué a la
Unal, la principal universidad pública del país. Seguramente con aspectos por
mejorar de mi formación, pero motivado a entregarlo todo. No obstante, mi
sorpresa no fue menor. Quise cursar una maestría en la Psicología del Trabajo,
después de tener mi primera experiencia laboral y sentir que había mucho que
hacer por las instituciones del Estado. Pero para mi sorpresa, mi tutor me
consideraba menos que una opción viable, por no ser adepto a las teorías de
Marx. Una de las primeras tareas que me asignó consistió en convencerme de la
explotación que seguramente sufría la empleada del servicio doméstico donde yo
residía. No sabía cómo procesar eso, pero lo sentía como una forma de acoso
ideológico. El estilo era categórico; o estás dentro de esta forma de pensar, o
no lo estás. No existían los matices ni los problemas complejos, solo la
adición a una ideología. Fue una de las peores experiencias que he tenido, de
ver morir frente a mí cualquier posibilidad de hacer la psicología y la ciencia
social que se esfuerzan por superar sus propios sesgos. No podía comprender,
qué tenían que ver esos discursos y esas posturas con recientes intereses míos
en la perspectiva de las ciencias sociales de Jon Elster y el Neoinstitucionalismo, con las ideas de Douglas North, o con la psicología social de León Festinger
o Hans Eysenck, psicólogos que siempre han tenido toda mi admiración. Me sentí
pequeño, diminuto, en medio de la nada de la superchería académica, en extremo
ideologizada; perdido en un laberinto kafkiano.
Opté por
cambiar de línea y de tutor. Pero la Unal no ofrecía en ese momento ninguna
orientación. El posgrado se parecía más al salvaje oeste, donde cada quién
sobrevive por pertenecer a una tribu académica o sentirse bendecido por recibir
el beneplácito de alguno de estos profesores, que deliran entre el nepotismo y
la magnificencia; personas llamadas vacas
sagradas en el mundo real, lejos de esa diminuta e insignificante
influencia, a la que uno paradójicamente entrega su vida y sus esperanzas
cuando entra a un posgrado con alguno de estos personajes como director de
tesis. Empero, mi frustración siguió creciendo. Por casualidades, solo conocí
realmente la posibilidad ofrecida por otro profesor que hacía parte en el
momento de esta línea en psicología experimental. Cómo describirlo; si el
anterior era un marxista-leninista que se prohibía a sí mismo tomar Coca-cola y comprar ropa de marca, y
exigía de sus maestrantes la misma clase de convicciones, este no era tan
diferente realmente. Era un profesor que consideraba normal gritar a sus
estudiantes si no los veía siquiera mínimamente tan profundos y
elocuentes como él en las disquisiciones filosóficas y experimentales del post-skinnerismo ribesiano; en fin, para
traducir a los lectores, en teorías psicológicas de lo más excéntricas, que a
nadie realmente interesan, ni han tenido impacto probado alguno, más que dentro
de algunos periféricos centros académicos como estos, que sirven bien como nichos
ecológicos seguros de especies realmente en vía de extinción.
Esta
experiencia en la Unal me enseñó que el dogmatismo puede ser tanto de izquierda
y socialista, como puede estar presente en áreas que considero mucho más
abiertas a la discusión y a la profundidad en psicología, como lo es la
experimentación. Lamentablemente, todo depende de quién imparte los cursos y
guía las tesis, y no hay salvaguarda para las áreas del conocimiento de mayor
valor. Seguramente mi experiencia es una visión parcializada de lo que sucedía
en esta universidad. Pero fue la que tuve, y me impactó e impresionó
profundamente. Yo venía de una periferia aún más periférica y alejada de todo,
que esta reproducción de la Laputa de Johnathan Swift que me encontré,
financiada con los miles de millones de presupuesto de la Nación.
Por la
desesperación que sentía, con esos inútiles sentimientos de culpabilidad y
minusvalía que me invadían, decidí cambiar de universidad, y me fui a una
privada, con el apoyo de mis padres. Hasta años después comprendí que lo que me
sucedió no era mi culpa, sino de hecho me ocurrió porque me es imposible apagar
ese pensamiento propio que cuestiona las cosas frente a mí. El problema real,
es que no había encontrado ningún apoyo real y genuino a mis profundos
intereses en la psicología y las ciencias sociales. Y es que es más duro
aceptar que uno está completamente solo en una empresa o deseo; es más fácil
culpabilizarse. Pero la nueva experiencia también fue difícil. Si en la Unal la
cosa era no encajar en las creencias narcisistas de dos profesores, en la
privada fue tener problemas por no hacer uso del corte de cabello adecuado, y
por verme visiblemente deprimido por toda mi circunstancia, sentida como inevitablemente
trágica. La verdad, sentí todo esto como un paseo dantesco por las
profundidades de este pequeño pero maniqueo mundo que ha construido una academia
en psicología. Todos sabemos, son problemas generalizados, y de todo el mundo.
Pero cómo duelen cuando los experimentas de primera fuente, y nadie sabe
explicarte lo que años después ves claramente. Y es que es un sistema donde lo
que piensan las personas no interesa ni importa. Tampoco, el valor de todas
estas prácticas por fuera de las publicaciones indexadas o los egos académicos.
Muchos estudiantes, de pregrado y posgrado, creo principalmente de las ciencias
sociales, saben que este es realmente un mundo de jerarquías y no de ideas. Al
fin y al cabo, somos primates.
Con los
años, siento que algo que me ayudó a superar estos sentimientos de inutilidad y
desesperanza que me exacerbó esta experiencia, fue ser profesor de psicología.
Desde entonces ha sido mi intención no hacer vivir a mis estudiantes todo esto
por lo que yo pasé. Buscar el sentido, más que las formas; liberarlos de mi
influencia cada vez que pongo en duda lo que yo mismo creo; invitarlos a tomar
riesgos con sus propias ideas. Estas son las cosas que me han liberado de mis
pesares y de mi neurosis. No publicar en revistas indexadas, ni lograr un título.
Esos son logros mediocres realmente, que consuelan a los que están en la
academia solo por aparentar algo. No obstante, sigo en este medio, y confieso
me sigue afectando. Lo veo en profesores desesperados por publicar, por ser “doctores”,
y por encajar en el engranaje y la inercia.
Si algo
lamento, más allá de mi experiencia, son las pequeñas tragedias que se suman a
la mía. Tantas personas que entran a la carrera de psicología y luego desean
posgraduarse, que lo hacen por motivos genuinos. Pero que luego se dan cuenta
que no hay cabida para el pensamiento propio, ni para la libertad de expresión.
Las academias que conozco, yo las veo más como territorios de rectitud
política. Todos hacen y dicen lo que saben que hay que hacer y decir para ganar
un juego. Es pura razón instrumental; toma de decisiones en contextos de
certidumbre. Y al ser así, son finalmente territorios cada vez más áridos para
el pensamiento fértil. Lugares cada vez más aislados y solitarios para alguien
que piensa de manera independiente. Formarse en psicología y en ciencias
sociales, lo confieso, parece ser más una lucha contra los fracasos de la
acción colectiva. No hay propósitos comunes, ni diálogos. Solo pequeñas tribus
que exigen absoluta fidelidad ideológica y pragmática, para sobrevivir a un
ambiente considerablemente hostil con la libertad de pensamiento.