martes, 31 de octubre de 2017

Convencidos de la corrupción


Decir que Colombia es un país sumido a un sistema político corrupto, es indiscutible. No recuerdo otro país donde la compra y venta de los más cuantiosos recursos del Estado, pueda verse de la misma forma tanto en las ramas legislativas, como en la judicial. Sin mencionar el uso del Ejecutivo para comprar votos y lealtades políticas en cada contienda electoral, que definen, para nuestro mal, los contratos más significativos de un país tan pobre en el sector privado, que quien realmente es un millonario, es uno de menor clase, sin imaginación y politiquero, como lo es Luis Carlos Sarmiento.
No obstante, decir que la corrupción es eso que hacen “los poderosos”, no solo resulta en una frase odiosa por su simplicidad y ramplonería, sino también por ser imprecisa. Cuando un Senador de la República negocia con apoyar a su clientela política con leyes y decretos de su propio beneficio, no lo hace solo, no por la exclusiva fuerza de voluntad de sus propios empeños personales y morales. La corrupción es un sistema sofisticado de captación de los dineros del Estado, que existe simple y sencillamente, porque la mayor parte de la población colombiana no sabe y no le han enseñado cómo hacerse de fortuna y de una carrera profesional viable, si no es con la ayuda de los contratos y los nombramientos del Papá Estado. Las razones de esto, son amplias e históricas: La desigualdad económica y social vivida por más del 70% de este país, hasta los equívocos de políticas industriales, comerciales y educativas con más de 100 años, dedicadas a importar humo. Como humo fueron las políticas excesivamente proteccionistas que llevaron a Estados del Bienestar a ser inviables social y económicamente; como humo también fueron las políticas centradas en regular el precio de las monedas, más que el recaudo fiscal de una sociedad; como Reagan hablando de prosperidad mientras se desvanecía el sueño americano, o Fidel Castro hablando de la dignidad socialista, mientras postraba la de sus propios súbditos a los caprichos de la dictadura.

Pero, los problemas de una sociedad no pueden explicarse solamente en el nivel económico. Una ideología, no solo política, sino también social, parece haberse expandido en estos territorios que conocemos tan bien. Colombia es una sociedad donde las personas tienen dudas para cooperar con extraños. Desde la dificultad cotidiana para ser amables en el saludo y la atención en la calle, pasando por la costumbre de invertir en propiedades compradas a nombres de terceros para evitar pagos de renta adicionales, hasta la constante necesidad vivida por tantos colombianos en invertir en empresas constructoras, industriales y políticas con las cuales se negocia la captación de los dineros gruesos del Estado, sea por su sustracción directa, o por la evasión de impuestos buscada con ahínco por estos “empresarios”, “buenos hombres”, o como les dice el innombrable, el cizañero, “estos buenos muchachos”.

No obstante, esta ideología parece extenderse hasta el ciudadano de pie. Ese que se sabe de clase media, sin poder político o económico alguno. Más bien, afanado por las angustias del desempleo y la compra de vivienda propia. El profesor universitario que no sabe si lo contratarán el próximo semestre; el comerciante que sobrevive con su microempresa; el abogado litigante que se hace lo del mes al tramitar divorcios y herencias de familias como la de él; el ingeniero que hace rendir cada contratico anual de algunos millones, también gracias a esos políticos que lo único honesto que logran es darle trabajo de vez en cuando.

Y el lío es ese. Desde el más “poderoso”, hasta el más humilde, en Colombia la corrupción más que un titular escandaloso del amarillista noticiero de medio día, es realmente un sistema social, fortalecido económicamente, pero fundamentado ideológicamente. Tanto así, que las preferencias políticas de más del 50% del país, que apoya al que diga Álvaro Uribe Vélez, demuestran que a muchos no les interesa confiar en distribuir los recursos sociales y económicos entre todos los colombianos. Uribe causó algunas de las pérdidas sociales y económicas más escandalosas de nuestra historia. No obstante, más de la mitad del país celebra su beligerancia contra los crímenes de las Farc, mientras eligen selectivamente obviar su naturaleza despreocupada, casi saboteadora, del valor de los bienes públicos y democráticos. De hecho, decidieron en 2010 que el director del Ejecutivo fuera “el que dice Uribe”. Y ahora, como energúmenos rabiosos e indignados por su propia ignorancia, siguen gritando lo mismo.

Pero en la cotidianidad, está ese profesor de universidad pública que le dice a sus estudiantes que hagan huelga para ver si en medio de río revuelto, le pagan más para extender sus clases por tanta clase perdida; también está el empleado que ahorra durante años algunos millones, para comprar esa casa suntuosa a las afueras de la ciudad, con la cual no debe pagar un catastro tan caro, ni servicios considerables en su precio, buscando siempre tributar menos, pero esperando rentar más, soñando con convertir casi por arte de magia los 60 millones que le costó la construcción, en 150 milloncitos por los menos, “maestro”; también, el prestigioso abogado, que dedica el trabajo de su prestante firma a ganar demandas contra el Estado, mientras habla de la dignidad de sus casos, pero no aporta realmente nada a los beneficios colectivos de esas poblaciones que dice defender.

No es fácil ver lo que realmente es la corrupción. Pero si algo no es, es eso que “hacen los políticos”. La corrupción existe en todo convencimiento de ser merecedor de algo, viviendo en una sociedad llena de injusticias y desequilibrios. La corrupción es entonces tan ubicua y fácil de ver, que también es eso que todos preferimos decir que está lejos de nosotros. Solo allá, en el congreso; o en las cortes; o en las campañas políticas; pero no en mi casa, no en mi familia, nunca en mí.  


domingo, 10 de septiembre de 2017

Un teatro primitivo

Ninguna creencia religiosa es humilde, simplemente porque se basa en engrandecer al ego. Si Dios es infinito y todopoderoso, y yo lo siento y creo en él, así sea para ser su súbdito, sirviente o seguidor, entonces yo soy algo más que lo que atañe a mi realidad. Yo aspiro, desde las sombra de ese ser infinito, a ser lo que no soy: inmortal, omnipotente, todopoderoso, imperturbable y sabio. El camino fácil es entregarse sin dificultad, y sin remordimiento moral alguno, a ese instinto que es la espiritualidad. Por eso la humildad de Francisco es un personaje, un rol, que se acomoda a las proporciones modernas de este teatro social que es la espiritualidad. Cuando un creyente está rabioso y fuera de sí reclamando que nadie hable de los actores y de sus personajes, es cuando tal vez veamos las cosas tales y como son. Por eso me parece que eso deberíamos hacer, así eso nos aliene un poco de esta obra primitiva, que es el consenso por amar a Dios.