Decir que Colombia es un país sumido a un sistema político
corrupto, es indiscutible. No recuerdo otro país donde la compra y venta de los
más cuantiosos recursos del Estado, pueda verse de la misma forma tanto en las
ramas legislativas, como en la judicial. Sin mencionar el uso del Ejecutivo para
comprar votos y lealtades políticas en cada contienda electoral, que definen,
para nuestro mal, los contratos más significativos de un país tan pobre en el
sector privado, que quien realmente es un millonario, es uno de menor clase,
sin imaginación y politiquero, como lo es Luis Carlos Sarmiento.
No obstante, decir que la corrupción es eso que hacen “los
poderosos”, no solo resulta en una frase odiosa por su simplicidad y
ramplonería, sino también por ser imprecisa. Cuando un Senador de la República negocia
con apoyar a su clientela política con leyes y decretos de su propio beneficio,
no lo hace solo, no por la exclusiva fuerza de voluntad de sus propios empeños
personales y morales. La corrupción es un sistema sofisticado de captación de
los dineros del Estado, que existe simple y sencillamente, porque la mayor parte
de la población colombiana no sabe y no le han enseñado cómo hacerse de fortuna
y de una carrera profesional viable, si no es con la ayuda de los contratos y
los nombramientos del Papá Estado. Las razones de esto, son amplias e
históricas: La desigualdad económica y social vivida por más del 70% de este
país, hasta los equívocos de políticas industriales, comerciales y educativas
con más de 100 años, dedicadas a importar humo. Como humo fueron las políticas
excesivamente proteccionistas que llevaron a Estados del Bienestar a ser
inviables social y económicamente; como humo también fueron las políticas
centradas en regular el precio de las monedas, más que el recaudo fiscal de una
sociedad; como Reagan hablando de prosperidad mientras se desvanecía el sueño
americano, o Fidel Castro hablando de la dignidad socialista, mientras postraba
la de sus propios súbditos a los caprichos de la dictadura.
Pero, los problemas de una sociedad no pueden explicarse
solamente en el nivel económico. Una ideología, no solo política, sino también
social, parece haberse expandido en estos territorios que conocemos tan bien. Colombia
es una sociedad donde las personas tienen dudas para cooperar con extraños.
Desde la dificultad cotidiana para ser amables en el saludo y la atención en la
calle, pasando por la costumbre de invertir en propiedades compradas a nombres
de terceros para evitar pagos de renta adicionales, hasta la constante
necesidad vivida por tantos colombianos en invertir en empresas constructoras,
industriales y políticas con las cuales se negocia la captación de los dineros
gruesos del Estado, sea por su sustracción directa, o por la evasión de
impuestos buscada con ahínco por estos “empresarios”, “buenos hombres”, o como
les dice el innombrable, el cizañero, “estos buenos muchachos”.
No obstante, esta ideología parece extenderse hasta el
ciudadano de pie. Ese que se sabe de clase media, sin poder político o
económico alguno. Más bien, afanado por las angustias del desempleo y la compra
de vivienda propia. El profesor universitario que no sabe si lo contratarán el
próximo semestre; el comerciante que sobrevive con su microempresa; el abogado
litigante que se hace lo del mes al tramitar divorcios y herencias de familias
como la de él; el ingeniero que hace rendir cada contratico anual de algunos
millones, también gracias a esos políticos que lo único honesto que logran es darle
trabajo de vez en cuando.
Y el lío es ese.
Desde el más “poderoso”, hasta el más humilde, en Colombia la corrupción más
que un titular escandaloso del amarillista noticiero de medio día, es realmente
un sistema social, fortalecido económicamente, pero fundamentado
ideológicamente. Tanto así, que las preferencias políticas de más del 50% del
país, que apoya al que diga Álvaro Uribe Vélez, demuestran que a muchos no les
interesa confiar en distribuir los recursos sociales y económicos entre todos
los colombianos. Uribe causó algunas de las pérdidas sociales y económicas más
escandalosas de nuestra historia. No obstante, más de la mitad del país celebra
su beligerancia contra los crímenes de las Farc, mientras eligen selectivamente
obviar su naturaleza despreocupada, casi saboteadora, del valor de los bienes
públicos y democráticos. De hecho, decidieron en 2010 que el director del
Ejecutivo fuera “el que dice Uribe”. Y ahora, como energúmenos rabiosos e
indignados por su propia ignorancia, siguen gritando lo mismo.
Pero en la cotidianidad, está ese profesor de universidad
pública que le dice a sus estudiantes que hagan huelga para ver si en medio de
río revuelto, le pagan más para extender sus clases por tanta clase perdida;
también está el empleado que ahorra durante años algunos millones, para comprar
esa casa suntuosa a las afueras de la ciudad, con la cual no debe pagar un
catastro tan caro, ni servicios considerables en su precio, buscando siempre
tributar menos, pero esperando rentar más, soñando con convertir casi por arte
de magia los 60 millones que le costó la construcción, en 150 milloncitos por
los menos, “maestro”; también, el prestigioso abogado, que dedica el trabajo de
su prestante firma a ganar demandas contra el Estado, mientras habla de la
dignidad de sus casos, pero no aporta realmente nada a los beneficios
colectivos de esas poblaciones que dice defender.
No es fácil ver lo que realmente es la corrupción. Pero si
algo no es, es eso que “hacen los políticos”. La corrupción existe en todo
convencimiento de ser merecedor de algo, viviendo en una sociedad llena de
injusticias y desequilibrios. La corrupción es entonces tan ubicua y fácil de
ver, que también es eso que todos preferimos decir que está lejos de nosotros.
Solo allá, en el congreso; o en las cortes; o en las campañas políticas; pero
no en mi casa, no en mi familia, nunca en mí.
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