Este es un escrito que probablemente será muy impopular.
Pero impopulares también fueron en su tiempo medidas en contra del orden
establecido por la Iglesia Católica. No es menospreciable el poder que ha tenido
la institución ya milenaria, no solo en la fe de las personas, sino también en
la posesión de bienes y tierras, la regulación de la moral pública, y la formación
del carácter y las ideologías personales.
Soy de Popayán, una ciudad de tradición colonial española;
un lugar donde parece impensable que alguna vez no hubo crucifijos hechos con
el cincel del arte religioso, que encierran historias anónimas. Y es que
cuántas anécdotas no quedarían prácticamente sepultadas por el peso, no solo
del olvido, sino de la repetición mecánica, casi robótica, de estas
tradiciones.
No obstante, Colombia, este país donde crecí y he vivido, es
actualmente un lugar interesante, por cuenta del fallo de la Corte
Constitucional que declara inexequible el artículo °8 de la Ley 1645 de 2013 “por
la cual se declara patrimonio cultural inmaterial de la Nación la Semana Santa
de Pamplona, departamento de Norte de Santander y se dictan otras
disposiciones”. Esta Ley promovía la dirección directa de recursos del Estado
en la realización de la festividad religiosa en Pamplona, y al declararse
inexequible, obliga a sus promotores a mantener viva una tradición, seguro
valiosa para miles de personas, por cuenta de sus esfuerzos privados, y no por
cuenta de inversiones públicas. Recientemente, los fallos de la Corte Constitucional
también han sido no solo interesantes, sino éticos, al promover los derechos de
la población no heterosexual, al apoyar la educación diferencial en los
colegios sobre temas de sexualidad, al permitir la eutanasia y también al apoyar
el proceso de paz.
Sin embargo, la religión juega un papel gravitacional en la
sociedad latinoamericana. Cualquier razonamiento verdaderamente laicista sobre
el uso de los recursos públicos, contra la inversión religiosa, siempre va a
generar un enfrentamiento ideológico, entre creyentes radicales, creyentes
confesos, creyentes de término medio, escépticos, agnósticos y ateos. Pero,
este escrito va dirigido directamente a los creyentes de punto medio. No está
dirigido a personas como la senadora Vivian Morales, o el procurador Ordoñez,
confesos defensores a ultranza de tradiciones dogmáticas que tienen su fecha de
caducidad impresa. No, este escrito va dirigido a quienes insisten en que las
tradiciones religiosas, como las Procesiones de Semana Santa, en Pamplona, o en
Popayán, dejaron de ser desde hace décadas una representación del poder
religioso, para convertirse en un reflejo de la actividad de civiles, que
hicieron de la creencia religiosa su identidad personal y cultural. Según estos
creyentes, que de hecho son la mayoría de las personas de Popayán que conozco,
la Corte Constitucional ha incurrido en un exceso de laicismo jurídico, y ha
terminado por atentar, no solo contra el valor de la fe personal y colectiva,
sino también en contra del bienestar objetivo y civil de ciudades que ven
notablemente mejorada su economía por cuenta de los miles de turistas que
llegan en la semana mayor.
Creo vale la pena revisar, con rigor, estos
argumentos. Porque, de hecho, vivimos en una sociedad tan religiosa, que
incluso para los creyentes de término medio, la decisión de la Corte resulta no solo sin fundamento, sino también odiosa.
El primer argumento es objetivo. Las cifras no mienten,
dirían, no necesariamente los semanasanteros,
personas muy devotas de la tradición, sino incluso los creyentes de término
medio. La Cámara de
Comercio de Popayán[1] reportó que en este año 2016 llegaron a la Semana Santa 55 mil turistas, provenientes en su mayoría de otras partes del país. Y
es que es cierto, solo su desplazamiento genera anualmente un incremento
notable de los ingresos en transporte aéreo y terrestre para empresas particulares.
Dice el periódico El Nuevo Liberal: “destacó la solemnidad de las procesiones y
su buen nombre”, para dar un apoyo retórico a las ganancias comerciales.
También, organizaciones gremiales destacaron los ingresos hoteleros durante
escasos tres días, de casi el 100% durante las fechas de la pascua.
Pero, quienes critican el fallo de la Corte Constitucional, y bien saben defender el valor económico de la Semana Santa, fallan en defender su valor civil. A continuación, me extiendo
en este respecto.
Primero que todo, una financiación directa del Estado a la
Semana Santa, vía recursos de la Nación que suelen emplearse para la salud, la
educación y la recreación, por ejemplo, comprometería aún más el valor social y
político de la Semana Santa. La pondría en ventaja sobre cientos de eventos
nacionales que también congregan a miles de ciudadanos en diversos centros
urbanos de Colombia, y que a su vez también generan cuantiosos ingresos
comerciales. Es cierto que, por ejemplo, la Semana Santa en Popayán
prácticamente salva la viabilidad económica anual de hoteles y negocios
comerciales. Pero el fallo de la Corte no es una prohibición de esta festividad
cultural, ni una medida en contra de su posibilidad de beneficio social y
económico, sino que es una medida preventiva en contra de la concentración de
decisiones políticas con peso religioso.
Y esto nos conduce a mi segundo punto: El valor cultural de
la Semana Santa es tentador para cualquiera que tiene en mente la posibilidad
de inversiones asistidas por los gobiernos nacionales y territoriales de turno.
Muchos, de manera incomprensible, no ven una amenaza a las libertades civiles,
cuando sabemos de casos en los cuales los arzobispados negocian con políticos
de turno la compra y venta de predios a precios acomodados, las exenciones
tributarias y los apoyos soterrados en sus cultos a posiciones políticas de su
conveniencia. Y en este caso, no hablo de lo que pasaba en Colombia hace
treinta, cuarenta, cincuenta o cien años. Hablo de lo que todavía sucede, a
puerta cerrada, con ese modus operandi
con el cual Iglesia Católica influenció en la política durante siglos.
Aunque el tema económico es claramente el más relevante, no
deslegitima la decisión de la Corte Constitucional. El dinero y la fe, valga
recordar, están hechos de las mismas ilusiones. El dinero especula sobre el
valor marginal de las experiencias y las posesiones, tanto como la fe especula
sobre la existencia de una vida única e irrepetible, con epifanías y misterios,
que en últimas, no son más que interpretaciones humanas sobre el valor espurio
e intangible que tienen todas las experiencias, todos los recuerdos y todas las
emociones.
A veces pienso, que quienes creen que las tradiciones
religiosas pueden aprovecharse para obtener dinero comercial, no están
prestando atención a lo que ha sucedido en la sociedad humana en general, por
cuenta de este enfrentamiento inevitable entre fe y racionalidad. Precisamente,
el laicismo ha buscado, desde la ilustración, enriquecer este debate con
filosofía moral y ciencia. Al no hacerlo, el Derecho sobre lo público queda
inevitablemente a merced de los temores más humanos, por la muerte, la soledad
y el rechazo sufrido por pensar diferente. Y tales temores, no son ficticios, ni
son exageraciones psicologizantes. Han tenido, y seguirán teniendo, un impacto
colectivo y social para nada despreciable, conducente, entre otras cosas, a que
ocurrieran hechos tan diversos y terribles, como quinientos años de
oscurantismo medieval, o miles de asesinatos ritualísticos desde la antigüedad,
hasta nuestros tiempos. Y más actualmente, cabe recordar, cómo la Iglesia Católica
ha legitimado miles de casos de pederastia, ha concentrado riquezas, y además, ha
mantenido favorecimientos ideológicos y políticos, que son contrarios al
bienestar de miles de personas.
Y todo esto, me lleva a mi cuarto y último punto. El debate
sigue siendo entre laicismo y religiosidad. No es realmente, entre practicidad
civil e interpretaciones constitucionales. Lo que está sucediendo en Colombia,
por cuenta de un enfrentamiento entre posturas jurídicas y opiniones públicas,
ya ha sucedido en decenas de países y naciones del mundo. Es por cuenta de
esto, que considero quienes se indignan por la posición de la Corte, fallan
considerablemente en la validez de su reclamo. En países como Finlandia y
Alemania, las religiones no solo no son subvencionadas por el Estado, sino que
deben pagar impuestos. Y es que, la irracionalidad de sus creencias, debe ser
permitida, debe haber libertad de cultos, pero también debe tener un precio, un
costo racional. Porque, aunque la Semana Santa parezca salvar el bienestar de
comerciantes payaneses, al fin y al cabo, la Semana Santa sí es proselitismo
religioso. El caso, es que la Iglesia Católica, unida por conveniencia con
iglesias cristianas, apoyó la oposición al matrimonio igualitario y la
enseñanza de la diversidad sexual. Igualmente, lo hizo con la aprobación de la
eutanasia, y lo seguirá haciendo con cualquier medida que ponga en jaque a los
absurdos argumentos de todas sus teorías sobre el pecado original, la familia y
la moral cristiana. Y es que es simple, la religión es humana, y siempre va a
intentar convencer ideológicamente a sus practicantes, directos, e indirectos.
Aunque, claro, los creyentes radicales y más papistas que
el Papa, dirán que la Semana Santa es diferente a las misas, las catequesis y
los sacramentos. Pero esta no es una postura honesta, y de hecho, creo que ese
es uno de los mayores males de la religión, porque mantiene el valor de una
retórica deshonesta. El
caso, es que la Semana Santa mantiene vivo el poder que la Iglesia sigue
teniendo en la sociedad civil, porque la Iglesia es la institución que hace posible esta festividad, tanto en su logística, como en su "propiedad intelectual".
El caso, para finalizar esta postura mía, personal, sobre el
porqué la Corte tiene la razón, quisiera decir que quienes no somos creyentes,
también valoramos la tradición religiosa, por cuenta de que sabemos también ha
sido objeto de las buenas virtudes de la sociedad humana. No obstante, la
religión no deja de ser un mecanismo milenario de ataque irracional al
pensamiento científico, y de defensa a ultranza de la irracionalidad que logra
unir, sin discusión filosófica y moral alguna, a miles de personas, en
beneficio de intereses políticos y particulares, sino es que de vanidades
emocionales y tradiciones familiares. Así, diría que no es cierto que la Semana
Santa es civil; creo, como dice la Corte en el fallo, que sigue siendo una
actividad religiosa, y yo añadiría, impone a las personas una visión ideológica, condicionante de emociones. Así, su financiación pública significaría un
retroceso significativo de la sociedad humana. Caso distinto, pasa con
tradiciones con imágenes religiosas, donde el sincretismo permitió mantener
vivos estilos de vida realmente colombianos. Las fiestas patronales, por
ejemplo, demuestran una riqueza cultural que sí merece apoyo estatal, porque le
permiten a cualquier visitante ampliar su visión de la naturaleza de la
sociedad, en beneficio del humanismo y la racionalidad, a las cuales aspiramos. Y esto no es carreta de la modernidad: Es simple, defienden la diversidad de cultos, de razas y de formas de vivir,
sin condicionar la moral humana, ni condenar vidas diferentes.
Por el contrario, las procesiones son distintas. Son
réplicas, sin desarrollo cultural alguno, de lo que era la vida medieval
española. Financiarlas es similar a la labor de un anticuario. Solo, que
mantienen vivas antigüedades que ni siquiera son nuestras, y por nuestras me refiero a la sociedad a la que realmente pertenecemos. Así, si los particulares quieren ser los
dueños de un anticuario de hecho extranjero, bienvenido sea. Y si quieren hacer
negocios con comerciantes y hoteleros, genial. Pero el Estado tiene mucho más
que cuidar, que sí es nuestro. Y lo nuestro, es de todos, no de los creyentes de una de las decenas de cultos que existen en Colombia. Así que, el lugar de las procesiones católicas, no es por
fuera, gastando recursos públicos: Es por dentro, invirtiendo recursos privados.
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